viernes, 12 de agosto de 2011

Valores sin fronteras

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Cada uno de nosotros es un ser radiante, cada uno de nosotros posee en su interior una chispa del Señor capaz de iluminar como un sol, pero el ánimo tiene que estar equilibrado, la fe firme y la voluntad de hacer que nuestros días valgan “la alegría” (¿qué desagradable la frase aquella de valga la pena?) debe guiarnos siempre.
Esto requiere ser amplios pero atentos, para no dejarnos invadir por actitudes humanas que impiden la apertura del corazón: el miedo, la culpa y el desaliento. En la medida que trascendemos temores y falta confianza (en nosotros y en los demás) e intentamos reparar los errores que puedan ser compensados y ver como experiencias aquellos que no podemos recomponer (en lugar de lamentarnos y deprimirnos) podemos recuperar el deseo de gozar cada momento de la vida.
No tiene sentido estar en esta tierra sin “vivir la vida”, sin permitir que el alma se expanda y el corazón se abra para recibir y dar… para acercarse con amor a todo el que necesite o requiera (en forma “in-egoísta”) un poquito de calor, de contención de afecto…
Cuando somos capaces de registrar más atentamente las situaciones positivas que nos alcanzan, recordarlas con frecuencia y compartirlas, la mente se va haciendo más intuitiva, y los eventos que generan alegría y paz, ternura y amor comienzan a “perseguirnos”.
Cuando nos hundimos en profundas oscuridades, negándonos a ver la luz, solo tinieblas estarán a tono con nosotros: lo semejante se atrae.

Recordemos que el amor constituye nuestra naturaleza intrínseca, pero hace falta una práctica constante para que se revele.